El día ha sido muuuuy largo. No he parado. Creo que soy eso que llaman una "superwoman". Y no lo digo con orgullo. Más bien lo digo con lástima de mi misma. Que sí, que sé que hacerse la víctima está mal visto. Pero al menos quiero quejarme un poquito. Es mi pequeña recompensa de hoy.
Estoy un poco pachucha. Una gripe, no más. El miércoles me fui de la oficina hecha una patata. Creí que no llegaba a casa. Cogí un taxi y el trayecto, que es corto, se me hizo infinito. Al entrar por la puerta tiré todo en el salón, abrigo incluido y me metí en la cama. Mi marido fue a por las niñas y se ocupó de todo con la ayuda de las peques, que se portaron fenomenal, porque yo esa tarde no salí de la piltra. Hacía años que no me sentía tan mal.
Pero mira tú que ayer ya estaba mejor. Sólo tenía un dolor de cabeza de los gordos, ¡bah! nada que no pudiera quitar paracetamol de 1 gramo. Animada por mi mejoría y porque ante mi se presentaba un día de mantita y sopa caliente, al más puro estilo de persona convaleciente, me senté ante el televisor. No pude soportar la programación matutina de las tropecientas mil cadenas que van ahora por cable. Hacía años que no veía la tele por la mañana. Estoy contenta de comprobar que no me he perdido nada. La caja tonta sí que fue efectiva para ponerme las pilas y ayudar a mi recuperación. Decidí que mejor hacer labores caserillas tranquilas. Y a lo tonto, a lo tonto puse la casa a tono, al más puro estilo de marujilla. Eso sí, a mi ritmo y sin agotarme, que tampoco era plan.
Pero ¡ah!, amigo. Hoy, aunque no bien del todo aún, ya estaba muuuucho, pero que mucho mejor. Sólo tenía un poco tonto el estómago, pero nada más. Vista la experiencia de ayer, nada de tele. A aprovechar el tiempo. Pongamos en orden la habitación de la peque, que está hecha una leonera y ya no se encuentra na'. Bueno, pues genial porque no me ha dado tiempo casi ni a comer, aunque eso es lo de menos, total tenía mal el estómago, poca comida es mejor. Después he preparado corriendo las meriendas, me he ido a por las niñas y, tras dar el relevo a una amiga para que las llevara a casa porque nosotros teníamos tutoría con las profesoras del cole de la mayor, he ido a hacer la compra. Casi he agradecido que el gas se nos haya estropeado para saltarnos el momento de los baños de las niñas.
En fin, que son casi las 12 de la noche y aún no había encontrado el tiempo para escribir el post de hoy. Una vez le dije a mi madre que "ojalá el día tuviera 48 horas". Mi madre me miró entre divertida y horrorizada y tiernamente me contestó "ni hablar, 24 son suficientes. Si hubiera 48 trabajarías el doble y te quedaría el doble de cosas por hacer". ¡Ay!, ¡qué sabias son las madres!.
A lo largo del día, todos somos testigos de momentos que llaman nuestra atención y que nos hacen reír, indignarnos, sonreír, empatizar...
viernes, 29 de noviembre de 2013
miércoles, 27 de noviembre de 2013
Los auténticos vintage
Ahora está muy de moda el término vintage. Todo es vintage: la ropa, los accesorios, la decoración... hasta las personas son vintage. Pero hay que distinguir entre dos tipos de vintage: el auténtico y el simulado. Y no hay color, donde esté el auténtico, que se quite el simulado.
El simulado quiere dar el pego, pero no termina de conseguirlo. Aunque sean cosas del año del pum, como se mezclan con objetos modernos, termina por resultar moderno-chachi, pero no genuíno. Y conste que yo estoy a favor del reciclaje-vintage, y más en estos tiempos de crisis. Como dice mi hermana "yo me he vuelto muy vintage" y he sacado prendas del fondo del armario "qué no veas cómo me solucionan".
Ahora bien, el vintage legítimo no tiene precio. Mi hermana acompañó el otro día a mi padre al médico. Era una consulta con un especialista nuevo al que no conocíamos. Cuando hablé con ella por teléfono para que me contara cómo les había ido y qué le había parecido el galeno me dijo: "muy majo, aunque un tanto peculiar... era... muy vintage. Llevaba unas gafas tipo Ray Ban, como aquellas que tenía Manolo allá por los 70." "Ah, pero ¿no sería un moderno?", le contesté yo, "ya sabes que ahora las gafas esas están otra vez de moda". "Ja, ja, ja...", se rió mi hermana, "no, no. Estas eran auténticas. Vamos que se notaba que llevaban con él desde los 70".
Mientras hablaba con ella para imaginarme al doctor acudió en mi ayuda la imagen de una dependienta de una tienda de ultramarinos que había en mi barrio. Ella sí que era vintage en estado puro, y ya entonces, allá por los 90. Ahora será la envidia de los vintage de pacotilla. Lástima que la tienda ya no exista y haga años que no la veo, pero fijo que sigue fiel a su estilo. Aquellas gafas de concha con forma redondeada. La coleta que recogía su mata de pelo negro como el azabache. Los pendientes de bola blanca. El carmín rojo para sus labios y la sombra de ojos verde. La camisa con cuello bebé y forma de trapecio y... los pantalones acampanados verdes (haciendo juego con la sombra de ojos) en género de lanilla. Total, era total. No he podido olvidarla. Entonces pensaba que estaba desfasada a más no poder, pero el tiempo ha hecho justicia a su fidelidad en la forma de vestir y la ha hecho revivir en mi mente como un verdadero icono vintage.
El simulado quiere dar el pego, pero no termina de conseguirlo. Aunque sean cosas del año del pum, como se mezclan con objetos modernos, termina por resultar moderno-chachi, pero no genuíno. Y conste que yo estoy a favor del reciclaje-vintage, y más en estos tiempos de crisis. Como dice mi hermana "yo me he vuelto muy vintage" y he sacado prendas del fondo del armario "qué no veas cómo me solucionan".
Ahora bien, el vintage legítimo no tiene precio. Mi hermana acompañó el otro día a mi padre al médico. Era una consulta con un especialista nuevo al que no conocíamos. Cuando hablé con ella por teléfono para que me contara cómo les había ido y qué le había parecido el galeno me dijo: "muy majo, aunque un tanto peculiar... era... muy vintage. Llevaba unas gafas tipo Ray Ban, como aquellas que tenía Manolo allá por los 70." "Ah, pero ¿no sería un moderno?", le contesté yo, "ya sabes que ahora las gafas esas están otra vez de moda". "Ja, ja, ja...", se rió mi hermana, "no, no. Estas eran auténticas. Vamos que se notaba que llevaban con él desde los 70".
Mientras hablaba con ella para imaginarme al doctor acudió en mi ayuda la imagen de una dependienta de una tienda de ultramarinos que había en mi barrio. Ella sí que era vintage en estado puro, y ya entonces, allá por los 90. Ahora será la envidia de los vintage de pacotilla. Lástima que la tienda ya no exista y haga años que no la veo, pero fijo que sigue fiel a su estilo. Aquellas gafas de concha con forma redondeada. La coleta que recogía su mata de pelo negro como el azabache. Los pendientes de bola blanca. El carmín rojo para sus labios y la sombra de ojos verde. La camisa con cuello bebé y forma de trapecio y... los pantalones acampanados verdes (haciendo juego con la sombra de ojos) en género de lanilla. Total, era total. No he podido olvidarla. Entonces pensaba que estaba desfasada a más no poder, pero el tiempo ha hecho justicia a su fidelidad en la forma de vestir y la ha hecho revivir en mi mente como un verdadero icono vintage.
martes, 26 de noviembre de 2013
Doble silencio
Es impresionante cómo internet puede llegar a intervenir en la vida de las personas. Hace unos minutos he sido capaz de saber la fecha exacta en la que una película me hizo ser consciente de un problema casi tabú. El largometraje se emitió el jueves 27 de agosto de 1998, a las 16.10 de la tarde por Telecinco. Ahí es nada, en el siglo anterior. Todos estos datos se los debo al servicio de archivo digital de los periódicos españoles. Ha sido teclear en Google el nombre de la peli y ¡tachín!, ahí estaba toda la información.
Tengo mala memoria, y es muy raro que me acuerde de cosas como títulos, nombres o calles. Pero en esta ocasión el nombre del film ha permanecido en mi mente porque, como decía, me hizo ver una realidad que vive casi en la clandestinidad. Ellos no lo cuentan, este es el título y el resumen de la película. Es lo que comúnmente conocemos en España como un "estrenos tv". Un largometraje de bajo presupuesto, poca calidad y generalmente lacrimógeno. Ideal para hacer la digestión y muy frecuentemente inductor de una placentera siesta en el sofá. Pero también suelen ser eficaces transmisores de información sobre problemas o situaciones injustas. Supongo que la comodidad y la seguridad del sofá, unido al momento de reposo tras la comida, hacen que nuestras neuronas estén más receptivas al sufrimiento humano y nos sintamos más solidarios.
La peli es de 1996 y está protagonizada por Peter Strauss, el famoso hermano rico de la exitosa serie de los '70 "Hombre rico, hombre pobre". El crítico cinematográfico que hacía la reseña en el periódico describía así el film: "El argumento es el de siempre, pero al revés -un hombre sufre malos tratos en su matrimonio-, lo que al menos le da un toque de originalidad a la historia. El resto no me rece la pena".
Creo que las víctimas masculinas de malos tratos no se sentirán muy comprendidos con el comentario de "al menos le da un toque de originalidad a la historia". Que haya menos hombres maltratados que mujeres no es un punto de originalidad, es un dato, solamente eso. Pero el maltrato es maltrato, sea quién sea quien lo sufre y sea quién sea quién lo inflige.
Ayer fue el Día Mundial Contra la Violencia de Género, es decir, contra la violencia ejercida sobre las mujeres. Yo soy de las que piensa que este término está mal utilizado. La Violoencia de Género puede ser de género femenino o de género masculino. Creo que es un término que debería englobar tanto a hombres como a mujeres, porque, desgraciadamente, ambos pueden padecer violencia. Y habría que distinguir entre Violencia contra las Mujeres, y Violencia contra los Hombres.
Mi post de ayer estaba dedicado a las mujeres maltratadas. No quería quitarles protagonismo. Al contrario, quería hacerles un homenaje. Pero si confieso la verdad todo el día estuve pensando también en los hombres maltratados. No puedo evitarlo para mi género es género, ya sea masculino o femenino. Además, pienso que aunque es imposible cuantificar el silencio de las víctimas de malos tratos lo que sí se percibe es que en el caso de los hombres aún es más difícil hablar. La presión social, el miedo a ver cuestionado ese rasgo tan valorado como es la virilidad o el temor a ser tachados de mentirosos son responsables del sufrimiento en re-silencio.
El Instituto Nacional de Estadística recoge que en 2011 un 25% de las denuncias de violencia doméstica fueron presentadas por hombres. En 2011, 7 hombres y 62 mujeres fueron asesinados por sus parejas o ex-parejas. ¿Sólo 7? Sí, 7 vidas sesgadas exactamente igual que las otras 62. Mi post de hoy es para ellos. Para que no caigan en el olvido. Ayer fue un día para recordar el salvajismo contra las mujeres. Hoy es un buen día para recordar que los hombres también pueden estar pasando por el mismo calvario. Éste tiene que ser un problema conocido y comprendido exactamente igual que en el caso de la mujer.
Tengo mala memoria, y es muy raro que me acuerde de cosas como títulos, nombres o calles. Pero en esta ocasión el nombre del film ha permanecido en mi mente porque, como decía, me hizo ver una realidad que vive casi en la clandestinidad. Ellos no lo cuentan, este es el título y el resumen de la película. Es lo que comúnmente conocemos en España como un "estrenos tv". Un largometraje de bajo presupuesto, poca calidad y generalmente lacrimógeno. Ideal para hacer la digestión y muy frecuentemente inductor de una placentera siesta en el sofá. Pero también suelen ser eficaces transmisores de información sobre problemas o situaciones injustas. Supongo que la comodidad y la seguridad del sofá, unido al momento de reposo tras la comida, hacen que nuestras neuronas estén más receptivas al sufrimiento humano y nos sintamos más solidarios.
La peli es de 1996 y está protagonizada por Peter Strauss, el famoso hermano rico de la exitosa serie de los '70 "Hombre rico, hombre pobre". El crítico cinematográfico que hacía la reseña en el periódico describía así el film: "El argumento es el de siempre, pero al revés -un hombre sufre malos tratos en su matrimonio-, lo que al menos le da un toque de originalidad a la historia. El resto no me rece la pena".
Creo que las víctimas masculinas de malos tratos no se sentirán muy comprendidos con el comentario de "al menos le da un toque de originalidad a la historia". Que haya menos hombres maltratados que mujeres no es un punto de originalidad, es un dato, solamente eso. Pero el maltrato es maltrato, sea quién sea quien lo sufre y sea quién sea quién lo inflige.
Ayer fue el Día Mundial Contra la Violencia de Género, es decir, contra la violencia ejercida sobre las mujeres. Yo soy de las que piensa que este término está mal utilizado. La Violoencia de Género puede ser de género femenino o de género masculino. Creo que es un término que debería englobar tanto a hombres como a mujeres, porque, desgraciadamente, ambos pueden padecer violencia. Y habría que distinguir entre Violencia contra las Mujeres, y Violencia contra los Hombres.
Mi post de ayer estaba dedicado a las mujeres maltratadas. No quería quitarles protagonismo. Al contrario, quería hacerles un homenaje. Pero si confieso la verdad todo el día estuve pensando también en los hombres maltratados. No puedo evitarlo para mi género es género, ya sea masculino o femenino. Además, pienso que aunque es imposible cuantificar el silencio de las víctimas de malos tratos lo que sí se percibe es que en el caso de los hombres aún es más difícil hablar. La presión social, el miedo a ver cuestionado ese rasgo tan valorado como es la virilidad o el temor a ser tachados de mentirosos son responsables del sufrimiento en re-silencio.
El Instituto Nacional de Estadística recoge que en 2011 un 25% de las denuncias de violencia doméstica fueron presentadas por hombres. En 2011, 7 hombres y 62 mujeres fueron asesinados por sus parejas o ex-parejas. ¿Sólo 7? Sí, 7 vidas sesgadas exactamente igual que las otras 62. Mi post de hoy es para ellos. Para que no caigan en el olvido. Ayer fue un día para recordar el salvajismo contra las mujeres. Hoy es un buen día para recordar que los hombres también pueden estar pasando por el mismo calvario. Éste tiene que ser un problema conocido y comprendido exactamente igual que en el caso de la mujer.
lunes, 25 de noviembre de 2013
Violencia de género... no hay dos, sin tres
Hoy es el Día Mundial
Contra la Violencia de Género. Cuando esta mañana he abierto mi perfil
de Facebook y he visto que un amigo había puesto una imagen para solidarizarse
con las mujeres maltratadas, una vez más ha acudido a mi mente el caso de una
de las últimas víctimas en España.
A mediados de noviembre
una mujer fue asesinada por su última pareja en Torremolinos. Al oír la noticia
en la radio un sentimiento de tristeza e indignación recorrió mi cuerpo, como,
por desgracia, otras muchas veces. Levantarse con este tipo de casos es
dolorosamente habitual, pero no por eso menos lamentable. Sin embargo, esta vez
mi estupor fue mayor. La víctima ya había presentado con anterioridad denuncias
de malos tratos contra dos parejas diferentes. Es decir, que al menos había
sido maltratada por tres hombres distintos.
Inmediatamente pensé que
la pobre mujer había tenido muy mala suerte al encontrarse con estos animales.
Imaginé lo triste y desesperante que debió ser su vida. Una profunda pena me
invadió y sin poder evitarlo lo comparé con mi vida y mi pareja. Suspiré y al
tiempo que me sentía muy afortuna di gracias por haber tenido la buena suerte de
cruzarme con mi marido, por tener un padre y un hermano maravillosos y por no
haber encontrado nunca en mi camino un maltratador.
Sé que hay gente que no
compartirá conmigo que el tema del matrato está ligado a la suerte. Los
especialistas en el tema hablan de perfiles emocionales, tanto de la víctima como
del agresor. Y claro está que la psicología es clave. Pero la suerte también.
Yo soy como soy, y mi vida es la que es. Pero ¿cómo sería si yo hubiese nacido
en un hogar donde mi padre maltratara a mi madre?. ¿Qué habría pasado si mi
primer novio hubiese sido un maltratador?. No puedo responder. Nadie lo puede
hacer. Pero esas situaciones no habrían sido elegidas por mi, simplemente me habría tocado vivirlas.
viernes, 22 de noviembre de 2013
Cegada de amor
Ya lo dice el refrán: "el perro y el niño, donde ven cariño". Los dichos populares son un gran reflejo de la sociedad. Esta frase es absolutamente cierta, pero aunque parece equiparar en igualdad de condiciones al niño y al perro, lo cierto es que no son lo mismo, ¿o sí?. Bueno, la respuesta dependerá de quién conteste a esta pregunta.
Esta mañana hacía frío en Madrid, el suficiente como para equipar a los niños pequeños con gorros para evitar que el frío pueda afectar a sus delicados oídos. Mi hija llevaba uno de esos feos a rabiar, pero práctico a más no poder, conocido como "verdugo". Nos hemos cruzado por la calle con dos señoras en edad de ser abuelas que iban en animada conversación. Una empujaba un carricoche en el que estaba sentada una niña de la edad de mi pequeña, que no llevaba gorrito. Al cruzarse con nosotras la mujer, con tono lastimero y preocupado, le ha dicho a su amiga: "mira qué bien va esa niña. A la mía es imposible ponerle un gorro. Se los quita todos". Casi pisándole las palabras, la otra señora, que paseaba un perro no muy grande, babeante y con cara de pocos amigos (yo creo que era un Bulldog Inglés), le ha soltado de forma profunda y sincera: "¡qué me vas a contar a mi!. Te entiendo perfectamente". Mientras hacía requiebros para no ser arrastrada por el animal y señalarle al mismo tiempo, ha rematado diciendo: "A éste no hay quién le ponga una mantita."
Obviamente si a esta mujer le hacemos la pregunta que proponía al principio, su respuesta sería que niño y perro misma cosa son. A las pruebas me remito.
Esta mañana hacía frío en Madrid, el suficiente como para equipar a los niños pequeños con gorros para evitar que el frío pueda afectar a sus delicados oídos. Mi hija llevaba uno de esos feos a rabiar, pero práctico a más no poder, conocido como "verdugo". Nos hemos cruzado por la calle con dos señoras en edad de ser abuelas que iban en animada conversación. Una empujaba un carricoche en el que estaba sentada una niña de la edad de mi pequeña, que no llevaba gorrito. Al cruzarse con nosotras la mujer, con tono lastimero y preocupado, le ha dicho a su amiga: "mira qué bien va esa niña. A la mía es imposible ponerle un gorro. Se los quita todos". Casi pisándole las palabras, la otra señora, que paseaba un perro no muy grande, babeante y con cara de pocos amigos (yo creo que era un Bulldog Inglés), le ha soltado de forma profunda y sincera: "¡qué me vas a contar a mi!. Te entiendo perfectamente". Mientras hacía requiebros para no ser arrastrada por el animal y señalarle al mismo tiempo, ha rematado diciendo: "A éste no hay quién le ponga una mantita."
Obviamente si a esta mujer le hacemos la pregunta que proponía al principio, su respuesta sería que niño y perro misma cosa son. A las pruebas me remito.
miércoles, 20 de noviembre de 2013
Colecciones que siempre están de moda
Nunca he sido especialmente fanática del coleccionismo. De pequeña me gustaban las colecciones de cromos. Como casi todos los niños de mi generación seguí fielmente las promociones de Danone que lanzó algunos clásicos del cromo como "La Vuelta al Mundo de Willy Fogg". Y no me pude resistir tampoco a las edulcoradas estampitas de niñas de "Miss Petticoat".
Creí que mis días de recopilación habían finalizado ya, y que con aquellos álbumes mi contribución a la causa coleccionista había finalizado. Estaba equivocada. Desde hace un mes en casa hemos empezado una nueva colección, pero que siempre está de moda. Es muy conocida entre los padres. Se llama "colección de -itis". Ya tenemos a nuestras espaldas gastroenteritis, bronquitis, faringitis, otitis, tubaritis y conjuntivitis. Y también tenemos algunas repes, como la faringitis y la gastroenteritis. ¡Jo, qué afortunados somos! hasta podemos intercambiar y todo: en el cole, en la guarde, en la oficina, con los amigos...
Esta compilación de -itis no sólo nos están dando horas de diversión familiar, también consiguen que ampliemos nuestro círculo social y cultural. Si no fuera gracias a ellas no estaría en estrecho contacto con nuestro pediatra. Esta semana ya le he visto dos días seguidos. Como es cubano y muy simpático, entrar en la consulta es casi como sentirse en La Habana, máxime si se añade la falta de algunos medios debido a los recortes sanitarios. Fidel, sí se llama Fidel, me cuenta cosas de su país mientras hace la revisión a mis hijas. Yo le explico cómo es la vida en Suecia y ya le he prometido hacerle un pastel de manzana sueco. El próximo día le voy a proponer que nos vayamos a bailar salsa, total, ya somos íntimos. Lo único que me da miedo de esta situación es que a mi se me pegan con mucha facilidad los acentos y no puedo evitarlo. Ahora voy por el mundo diciendo "tu ya sabes", "no, mi amol" y "tremenda tos". Cuando entro en el consultorio tengo que hacer un gran esfuerzo por evitarlo. No quiero que mi Fidel del alma, mi salvador, mi confidente, se mosqué conmigo pensando que me estoy cachondeando. Sin él nuestra colección podría ser mucho más larga, y no quiero. Yo quiero terminar esta colección "pero ya mismito, mi amol".
Creí que mis días de recopilación habían finalizado ya, y que con aquellos álbumes mi contribución a la causa coleccionista había finalizado. Estaba equivocada. Desde hace un mes en casa hemos empezado una nueva colección, pero que siempre está de moda. Es muy conocida entre los padres. Se llama "colección de -itis". Ya tenemos a nuestras espaldas gastroenteritis, bronquitis, faringitis, otitis, tubaritis y conjuntivitis. Y también tenemos algunas repes, como la faringitis y la gastroenteritis. ¡Jo, qué afortunados somos! hasta podemos intercambiar y todo: en el cole, en la guarde, en la oficina, con los amigos...
Esta compilación de -itis no sólo nos están dando horas de diversión familiar, también consiguen que ampliemos nuestro círculo social y cultural. Si no fuera gracias a ellas no estaría en estrecho contacto con nuestro pediatra. Esta semana ya le he visto dos días seguidos. Como es cubano y muy simpático, entrar en la consulta es casi como sentirse en La Habana, máxime si se añade la falta de algunos medios debido a los recortes sanitarios. Fidel, sí se llama Fidel, me cuenta cosas de su país mientras hace la revisión a mis hijas. Yo le explico cómo es la vida en Suecia y ya le he prometido hacerle un pastel de manzana sueco. El próximo día le voy a proponer que nos vayamos a bailar salsa, total, ya somos íntimos. Lo único que me da miedo de esta situación es que a mi se me pegan con mucha facilidad los acentos y no puedo evitarlo. Ahora voy por el mundo diciendo "tu ya sabes", "no, mi amol" y "tremenda tos". Cuando entro en el consultorio tengo que hacer un gran esfuerzo por evitarlo. No quiero que mi Fidel del alma, mi salvador, mi confidente, se mosqué conmigo pensando que me estoy cachondeando. Sin él nuestra colección podría ser mucho más larga, y no quiero. Yo quiero terminar esta colección "pero ya mismito, mi amol".
martes, 19 de noviembre de 2013
¿Reciclar es cosa de mujeres?
Soy verde, soy ecológica, soy
defensora del Medioambiente. Pero no me gusta reciclar. Seamos
honestos ¿quién se divierte separando basura orgánica de
inorgánica, vidrio de cristal, papel de plástico...? Yo reconozco
que lo aborrezco. Me aburre, me da pereza y además, me pone nerviosa
porque nunca estoy segura de estar haciéndolo bien. Siempre tengo la
sospecha de que he echado algo en la basura de plástico que debería
haber ido a la normal, y muchas veces no sé si un envase es vidrio o cristal.
Pues a pesar de todo eso, reciclo. Ya
digo que no sé si bien o mal, pero lo hago. Soy una buena ciudadana
que quiere dejar lo mejor posible el planeta a sus hijas. Con estas
premisas golpeándome en la cabeza me animo cada día a seguir con la
tarea.
Al principio de casarmos era complicado reciclar. Vivíamos en un mini apartamento en el que había que decidir: o poner de
elemento decorativo los cuatro tipos de cubos de basura
necesarios para seguir las normas del reciclaje español o engrosar la lista de enemigos del medioambiente. Durante los primeros años de
vida en pareja el sentido de la estética ganó la partida al deber
medioambiental.
Cuando nuestra fortuna mejoró y nos
mudamos a un piso más grande, el orgullo cívico acudió a nuestra
casa. No dudamos en reciclar. No recuerdo que habláramos
explícitamente del tema, pero aún conservo la sensación de que
ambos estábamos de acuerdo. Por eso siempre me causa estupor que mi
conyugue olvide sacar y/o preparar el reciclaje. Esta parte del
proceso es la que más odio. El plástico lo recoge la comunidad como
parte de la basura tres veces en semana. El papel y el vidrio va por
nuestra cuenta.
En nuestra casa, la bolsa amarilla puede ir creciendo hasta límites
insospechados sin que nadie, excepto yo, parezca reparar en el
volumen que está alcanzando. Idem para vidrio y papel. A veces hago
la prueba de esperar pacientemente para ver si “alguien” toma la
iniciativa de cambiar la bolsa amarilla y bajar papel y vidrio.
Siendo muy generosa puedo asegurar que esta situación se ha
producido en contadísimas ocasiones.
Yo estaba convencida de que era algo que
sólo ocurría en mi casa. Pero mira por dónde que el otro día la
madre de una compañera de colegio de mi hija contó exactamente lo
mismo. Desde ese día he empezado a pensar que este pasotismo ante el
crecimiento de basura de reciclaje es un rasgo diferenciador más
entre hombres y mujeres. Claro que también puede ser casualidad que
nos hayamos encontrado dos mujeres con la misma problemática
doméstica. En cualquier caso, aquí queda mi reflexión.
lunes, 18 de noviembre de 2013
Dos décadas después...
Con frecuencia se me olvidan los años que
tengo. Me descubro pensando que tengo una
edad indefinida entre los 15 y los 20. ¡Soy una chavala!. Pero
cuando me miro en el espejo o acuden a mi mente preocupaciones
laborales o maternales reparo en mi edad real, casi 40. La
vida pasa muy rápido. Qué cierta es esta popular afirmación. Durante
la niñez y la adolescencia no se es consciente. El reloj empieza a
acelerarse en la madurez.
Recuperar algunos instantes de cuándo
éramos adolescentes es uno de los más valiosos regalos que podemos
recibir. Yo he sido una de las afortunadas que este fin de semana ha
podido dar un paseo por el pasado y volver a respirar la energía de
los 17 años.
A través de Facebook un compañero de
colegio convocó una quedada de la promoción de nuestro curso. La
respuesta no fue muy masiva. Se intentó contactar con todos los
alumnos, pero fue difícil. Muchos no tenían perfil en esta red, de
otros no se logró encontrar teléfono o mail y varios no pudieron o
no quisieron acudir.
A la cita acudimos un pequeño grupo,
pero fue una tarde muy divertida y agradable. Recordamos anécdotas,
nos pusimos al día de nuestras vidas y retomamos viejas amistades.
El buen rollo nos acompañó toda la velada. Nada de alardeos o
cotilleos malsanos. Sólo amistad y camaradería.
Han transcurrido 22 años desde que
salimos del colegio. En este tiempo nos hemos hecho mayores, en toda
la extensión de la palabra, tanto física como mentalmente. Pero
todos conservamos nuestra esencia. Fue divertido ver cómo seguíamos
fieles a un estilo. Influidos por la moda y actuales, sí, pero cada
uno seguidor de su propia forma de vestir. En cierto modo fue como si
hubiéramos crecido dentro de nuestra ropa.
El reencuentro me sirvió también para
darme cuenta de la diferencia fundamental entre los 17 años y los
39. No es el aspecto físico, que puede ser el más chocante de
entrada. Es el mental, y no por la forma de pensar, que creo que
aunque se haya matizado no ha sufrido un cambio radical. Me di cuenta
que en lo que verdaderamente somos distintos es en la confianza en
nosotros mismos. Por primera vez fui realmente consciente de lo
vulnerables, tímidos y tiernos que éramos en la década de los 90.
Y noté cómo los años y las experiencias forjan la personalidad y
nos dan aplomo y serenidad.
¡Chin-chin!, un brindis conjunto por los 17 y por los 39.
viernes, 15 de noviembre de 2013
Para muestra sanitaria... varios botones
Dicen que no se puede generalizar. Y es
verdad. Por eso hoy voy a personalizar. Y además voy a hacerlo
utilizando una herramienta muy popular en España: la puntuación.
Hoy me uno a la corriente. Me parece que es una buena forma de contar
lo que me ha pasado esta mañana. No tiene valor de estudio
sociológico porque la muestra es limitada a unas pocas horas y a una
sola experiencia, la mía. Pero quiero ser lo más objetiva posible
con la situación y a la vez quiero dejar constancia de mi
indignación. Pretendo hacer un llamamiento a la necesidad de cambio
en la actitud de muchos profesionales relacionados con la salud.
Llevo toda la mañana de médicos. El
primer encuentro ha sido con una administrativa del centro de salud.
Mi puntuación para ella ha sido: 6 en amabilidad, 5 en empatía y 10
ejercicio profesional. En conjunto el regusto que me ha dejado ha
sido un poco amargo.
Después he visitado con mi hija al
pediatra. En amabilidad ha conseguido un 10, en empatía también 10
y en ejercicio profesional otro 10. Hemos salido de la consulta
sonriendo a pesar de la otitis.
A continuación he acompañado a mis
padres, que tienen 82 años, a las consultas externas del hospital.
Nos ha recibido la secretaria del departamento. Amabilidad: 4;
empatía: 3; ejercicio profesional: 10. Me he sentado en la sala de
espera sintiéndome, junto con mis padres, un número de expediente.
Hemos esperado que nos llamaran a consulta. El médico ha pronunciado
el nombre de mi madre a un volumen tan bajo que es posible que sólo
el cuello de su camisa y yo hayamos podido escucharlo. El cuello de
su camisa por proximidad. Yo porque tenía mis cinco sentidos
concentrados en la esperada llamada por miedo a no enterarme y perder
nuestro turno. Hemos dado con el número de la sala a la que debíamos
pasar gracias a mi agilidad. He adelantado a mis padres, que aún
estaban cogiendo bastones y abrigos, y he llegado al pasillo de los
despachos justo a tiempo de ver un hombro enfundado en bata blanca
que se introducía en la número 9. Hábilmente he deducido que era
nuestro médico y nuestra consulta. El doctor ha obtenido 3 en
amabilidad, 0 en empatía y 6 en ejercicio profesional. Una profunda
tristeza y un alto grado de mal humor y disgusto me ha acompañado al
salir del despacho.
La última parada del día era el
departamento de citaciones del hospital. Llevaba la misión de pedir
cita en dos servicios diferentes para lo que era necesario seguir
turnos distintos. Tras casi dos horas de espera me ha tocado en uno
de ellos. La administrativa ha logrado un 2 en amabilidad, un 1 en
empatía y un 0 en ejercicio profesional. Gracias a su proceder
laboral perdí el otro turno, aunque al empezar con ella tenía aún
20 números por delante. Hora y media después he finalizado mi tarea
cuando otra administrativa ha registrado la última cita de mi madre.
Esta empleada ha sacado un 5 en amabilidad, un 6 en empatía y un 7
en ejercicio profesional.
miércoles, 13 de noviembre de 2013
Cualquier tiempo pasado no fue mejor
Siempre he pensado que la afirmación
“cualquier tiempo pasado fue mejor” es una chorrada. Y además es
falsa. Mucha gente la suelta con un tono que me suena más a erudito
y condescendiente que a nostálgico. Incluso a veces la he oído con
una entonación casi amenazante. Cuando la escucho a mi mente acude, rauda y veloz, la imagen de las luchas entre, por ejemplo, los pueblos
godos. O la España de la posguerra o cualquiera de los siglos de la
Edad Media. Desde luego a mi no me habría gustado vivir en
ninguno de esos periodos. Llamadme antigua o... moderna, no sé
cuál es el término más correcto en este caso. El caso es que
prefiero vivir en la época que me ha tocado. Ahora sí. Ahora sí sé
que conformista es el término ideal para definirme en este aspecto.
El momento que vivimos es el ahora.
Ayer ya forma parte del pasado.
Hoy me he vestido con una camisa
hipermoderna y unos vaqueros actuales a rabiar. Me he puesto un
colgante y un reloj última moda. Lista para salir. Con el móvil me
he hecho una foto para que quede para la posteridad, que voy muy mona.
Estoy segura que dentro de unos años,
cuando por casualidad aparezca la instantánea en alguna copia de
seguridad olvidada -las copias impresas ya serán objetos de museo-
mis hijas exclamarán: “mamá, que hortera eras”. Ofendida, pero pensando en mi fuero interno que tienen razón, les
contestaré: “pues era lo que se llevaba y yo siempre he sido una
tía de mi tiempo”.
El otro día mi marido y yo nos reímos
a carcajada con un programa de televisión. Llegamos a él por
casualidad, haciendo zapping. Nos atrapó y no pudimos despegarnos
del sofá hasta que terminó. Doblar la colada fue mucho más
divertido esa noche. Lo hicimos sin darnos cuenta. Se titulaba “Música de gasolinera”. Con eso lo
digo todo. El Fary, Azúcar Morena, Los Chichos, Camela... ahí
estaban los reyes de los casete, como decía la presentadora. Iconos musicales de los 70, 80 y 90.
No encuentro palabras para definir sus look. Pero nuestro foco de
interés y sorpresa no fueron exactamente los cantantes, que incluso
en los años de éxito ya eran señalados como casposillos. Lo
terrible era fijarse en el público de los espectáculos en los que
actuaban. El archivo de RTVE ejerció de Pepito Grillo al mostrar las
imágenes de las actuaciones. En nuestra conciencia se encendió el
pilotito verde que decía “tú también llevaste esas mismas
pintas, no reniegues de tu pasado”. Yo, entre lágrimas de risa, le
recordaba a mi marido: “¡ahí va!, tú tenías una camisa con ese mismo estampado”, y él me devolvía el disparo rememorando que
durante una temporada yo llevé el pelo con tupé como la chica de la
primera grada.
martes, 12 de noviembre de 2013
Cotillas de las redes sociales
Todos llevamos un cotilla dentro. No lo
vamos a negar. Eso sí, hay distintos grados y tipos. Existe un amplio
abanico de modelos que combinan estas dos características. ¿Quién
no conoce a alguien altamente interesado en la vida de los demás que
pregunta directa y constantemente? ¿Y esa persona calladita pero
que observa todos los movientos de su entorno y no se le escapa una?
O aquella otra que con una sonrisa en la boca va tejiendo un clima de
confianza en el que le informas hasta de la talla de bragas que
utilizas. También están los despistados que no se enteran de nada y
pasan de todo... hasta que alguien suelta una frasecita tipo “sabes
que fulanita se ha liado con...” y entonces, o abren
desmesuradamente los ojos y comienzan a atender, o contestan: “sí
¡hombre!, si eso es más viejo...” Y así podría estar
describiendo modelos un buen rato. Pero me voy a centrar en uno que
me hace mucha gracia y que es bastante nuevo en el catálogo: el
cotilla de las redes sociales.
Me encantan. Son los voyeur digitales.
Esos contactos que nos aceptaron no para compartir, sino para
cotillear. Están ahí, su presencia se siente y se ve. Síííííí,
se ve. Facebook, por ejemplo, es muy chivato y sabes cuando está
conectado un usuario que es tu camarada social-media.
Las redes sociales son el escenario
perfecto para cotillear. Creo que eso nadie lo pone en duda. En
Linkedin no sólo buscamos profesiones y ponemos nuestro curriculum
para buscar o cambiar de trabajo. Allí mostramos nuestro perfil
profesional y consultamos el de nuestros contactos. O dicho de otra
forma nos pavoneamos de lo magníficos currantes que somos y
curioseamos a otros colegas.
Facebook es inmejorable para ver las
andanzas de nuestros amigos, su forma de pensar o cómo cambian de
look. Twitter es aún mejor para el mundo del cotilleo porque no es
necesario aceptar al amigo, basta con que te quieran seguir.
Instagram es la vida en imágenes.
Cada cual que utilice las redes
sociales como guste. Faltaría más. Ahí reside el éxito de este
fenómeno mundial, en la libertad. Aunque he de reconocer que estos mirones digitales me dan un poco de rabia, pero sólo un poco, ¿eh?.
Si todos hiciéramos lo mismo las redes sociales no existirían. Si mirásemos, pero nadie escribiera sería la nada cibernética. La gracia de ésto es compartir, y compartir es dar y recibir. A veces he pensado en borrar a alguno de ellos. Sobre todo a alguno a los que he mandado mensajes privados para hablar con ellos y no me han contestado. En esos momentos mi asombro ha sido, lo diré de forma fina, muy elevado e incluso he intentado justificar mentalmente su silencio achacándolo a problemas técnicos de las aplicaciones. Finalmente, el momento de incredulidad, enfado y justificación ha dado paso a la reflexión y he dejado las cosas como estaban pensando que si les hace feliz saber de mi, no les voy a quitar esa ilusión porque ¿somos amigos, no?.
En fin, que este post se lo dedico a
todos esos amigos que sé que están ahí, al tanto de mi vida, pero
que prefieren no contarme nada de la suya. ¡Hooooola amigos! Y como
solían encabezar las cartas nuestros abuelos, pero actualizado a tiempos modernos: “Espero que al
recibo de la presente os encontréis bien. Yo, como ya sabéis, bien, gracias”.
lunes, 11 de noviembre de 2013
Viva la mediocridad
La perfección no existe. O eso dicen.
Sin embargo, la exigencia de ser personas 10 es una presión de la
que es difícil, por no decir imposible, escapar. Al menos en España.
Quiero reivindicar nuestro derecho a no
ser perfectos en todo. No pasa nada por ser un zote con los números
o no saber consultar un mapa y tener una orientación de pena. Fijo
que somos hachas en otras mil cosas. Tampoco es necesario ser el más
guapo o el más estiloso. Hay otras cualidades que podemos utilizar
para ser tan atractivos como el que más.
Una amiga sueca que había vivido
varios años en España me hizo una observación que en aquel momento
ya me hizo reflexionar, y que ha vuelto a mi cabeza muchas veces
después. Fue durante un inolvidable desayuno en su casa. La fría
luz de invierno invadía el salón y vimos cómo caía la primera
nevada de la temporada. Todo en aquel salón era armonía. Los niños
jugando, los adultos disfrutando del café y la buena conversación y
la Naturaleza rodeándonos cálidamente a pesar del frío. La
anfitriona me comentó que su estancia en España había sido muy
buena y que añoraba muchas cosas, pero que había varias que no
echaba de menos en absoluto. Una de ellas era la obsesión que había
detectado en los españoles por ser perfectos. Según me explicaba
teníamos que ser los mejores en todo: en matemáticas, en ciencia,
en literatura, en deportes... En Suecia intentan reducir el nivel de
estrés y presión social. La filosofía allí es “¿en qué eres
bueno? ¿qué te gusta?, concéntrate en eso y deja más de lado
aquello que no te interesa o que se te da mal, no lo abandones, pero
no te obsesiones”.
Después de estar viviendo en Suecia
tres años, la llegada a España ha supuesto un choque para mi en
algunos aspectos. Salir fuera abre la mente y cambia la forma de
pensar en muchas cosas porque tienes otros criterios con los que
comparar acciones.
Una de las situaciones que ha supuesto
un shock para mi es el sistema educativo español. He de confesar que
al llegar a Suecia me ocurrió lo mismo con el sueco. Allí los niños
gozan de un modelo basado en la libertad y el juego. En su momento me
pareció excesivamente libre. Y, aún hoy, sigo pensando que en el
caso del modelo sueco así es. Mi hija tuvo la suerte de acudir a una
escuela internacional donde existía la fórmula perfecta entre el
modelo de libertad y juego y el uso de los límites. Al llegar a
España hemos buscado un colegio que no fuera “duro”, y creo que
hemos acertado en la elección. Estamos contentos con él y nuestra
hija se ha adaptado muy bien. Ha empezado 1º de Primaria y va muy
contenta cada día. Pero aún siendo un colegio con premisas
similares a las suecas, la impronta española se deja ver. Cuando en
la primera reunión de curso nos explicaron que hacían exámenes a
los críos de 6 años no daba crédito a mis oídos. Asombrada les
pregunté si realmente creían necesario realizar estas pruebas a los
niños. Y me dijeron que sí, que era para evaluar realmente si
asimilaban la materia o no porque en el día a día los niños se
copiaban unos a otros. Pero que no me preocupara, que a los niños
les encantaba hacer estos test porque se sentían muy mayores. Cuando
llegó el momento del primer control -porque la denominación
examen la dejan para las pruebas de diciembre, marzo y junio-
mi sorpresa fue aún mayor. Resulta que puntúan incluso con décimas,
es decir, que mi hija sacó un 8,75 en Conocimiento del Medio. Drama
dramático. La pobre estaba hundida en la miseria y llorando a moco
tendido porque no había sacado un 10. No había manera de
convencerla que un 8,75 era una nota genial. Todo lo que no fuera un
10 era una mierda, un fracaso total y absoluto. La presión continúa
en cada “control” que hace. Nos esforzamos en consolarle y
tratamos se hacerle ver que lo importante está en lo interesante que
es aprender cosas nuevas y no en la nota, y que además un 8,75 es la
bomba. Pero no, no le convencemos. Hay gente que ha esto le puede
llamar “motivación para estudiar y búsqueda de afán de
superación”. Yo lo llamo “estresar de forma innecesaria”.
¿Cómo se puede medir los conocimientos de un niño de 6 años en
décimas?
Últimamente, mi hija me pregunta con frecuencia
si yo sacaba muchos 10 y si tuve algún cero. Yo siempre le digo lo
mismo. “Saqué algún 10 y muchos 5. Porque en muchas cosas soy
mediocre. Y no pasa nada.”
Hoy mi hija recibirá la nota del
control del viernes. Cuando vaya a recogerla esta tarde le llevaré
doble ración de chocolate. Es una recompensa de doble filo. Vale
para celebrar un 10 o para consolar por un 9.
miércoles, 6 de noviembre de 2013
GadgetoMujeres 2.0
Me declaro GadgetoMujer 2.0. Tengo móvil Android, e-book y ordenador portátil. Por supuesto utilizo Facebook, Twitter, Pinterest, Linkedin... En fin, soy una tía de mi tiempo, que siempre está a la última.
Si este texto fuera una entrevista de una publicación femenina fijo que la pregunta megasesuda y nada tópica sería: "¿y cómo lo consigues?". La respuesta que posiblemente se leería iría por la línea de “ja, ja, ja, escuchando los consejos de mis amigos más tecnológicos y leyendo todo lo que cae en mis manos sobre estos temas”. Pero como el discurso lo estoy escribiendo en mi blog tengo que confesar la verdad:“estoy al día gracias a mi marido”.
Como si fuera miembro de la Asociación de Inútiles Ánonimos Funcionales de las Tecnologías pongo los dedos sobre mis ojos y digo aquello de “Hola, me llamo Nuria Calle y tengo problemas con la tecnología”. Veo mentalmente un nutrido grupo de mujeres que asiente dándome la bienvenida a la comunidad. Respiro hondamente y me siento bien porque me siento comprendida. Ahora ya acepto que somos muchas las que estamos en la misma situación.
“XXXX está un un poco cabreada conmigo porque le he cambiado el móvil”, decía el otro día un amigo mío. Su mujer aclaraba, “es que con el cambio me ha borrado toda la agenda y ahora he perdido toda la información que tenía y que para mi es muy importante para organizarme cada día. Citas del médico de las niñas, recordatorios, lista de compras...” Esta conversación podría haberse producido perfectamente entre mi marido y yo. Nuestros papeles están bien definidos. Él es el innovador y yo, la torpe.
Sudores fríos me entran cada vez que le veo cacharreando con el televisor, el ordenador, y aparatitos con luces que no sé ni cómo se llaman. Ya sé que en breve tendré que incorporar a mi vida tres mandos más y aprender a utilizar cuatro interfaces diferentes. Pero eso sí, tengo una casa altamente tecnológica. Sin embargo, de vez en cuando me entra la desesperación porque soy incapaz de llegar a ver una simple película de Disney. Hace ya unos meses, en un ataque de exasperación le llamé al trabajo y le exigí que cuando volviera a casa desmontara todo aquel conglomerado de alto rendimiento técnico y lo sustituyera por un DVD mondo y lirondo. Mi petición no fue exactamente respondida... el cambio consistió en un programa “muy sencillo” y "un sólo mando". Bueno, no está mal.
A pesar de mis apuros y enfados, he decir que si no fuera por él yo seguiría viviendo en el Pleistoceno y casi diría que utilizando el teléfono de góndola.
Pero para no despedirme en plan edulcorado y haciendo concesiones al sexo contrario -que antes muertas que reconocer que, de vez en cuando, les necesitamos- dejo en el aire una pregunta/reflexión de una amiga. Ella se la planteó a su hijo y a su marido, que se reían de su poca facilidad para utilizar las nuevas tecnologías. Pero estoy segura que es extrapolable a muchas parejas y familias. La cuestión es: ¿cómo es que vosotros que sois tan modernos y punteros sois incapaces de poner una lavadora o el lavavajillas, que sólo hay que darle a un botón con el dedo?
martes, 5 de noviembre de 2013
Con la ventanilla y la puerta en las narices
No sé si sólo me pasa a mi o hay más
gente como yo o, incluso, si le ocurre a todo el mundo. ¿A qué me
refiero? A una situación bastante habitual en los centros
sanitarios: las ventanillas y puertas cerradas decoradas con carteles
que ordenan no llamar y esperar a que el personal salga a nombrar o
recoger papeles. No puedo con ésto. Me agobia. Me pone nerviosa. Me
causa ansiedad.
¿Por qué si hay una ventanilla no
está atendida y abierta? ¿Por qué si hay una puerta no puedo
llamar educadamente? La respuesta es fácil. Lo sé. Lo que
ocurre es que hay poco personal o que están haciendo otras labores
más importantes o necesarias que atender la ventanilla. Sé que
llamar a la puerta en muchas ocasiones puede molestar o interrumpir
trabajos. Lo sé. Todo eso, lo sé. Pero lo que no
entiendo es ¿por
qué poner entonces una ventanilla si va a estar cerrada? ¿qué
sentido tiene? ¿por qué derivar a los usuarios hacia puertas
cerradas a las que no se puede llamar? ¿No sería más lógico
suprimir esas ventanillas selladas y enviar a los pacientes a las
salas de espera directamente, sin el paso previo a la puerta clausurada,
para que, cuando puedan, acudan allí los sanitarios a por los papeles?.
Esperar delante de esos muros
inexpugnables hace que casi hiperventile. No soy exagerada, de verdad
que me pasa. Sé que es una tontería, y que no debería alterarme lo
más mínimo. Lo que ocurre es que empiezo a pensar ¿será aquí o
estaré esperando en el lugar incorrecto y finalmente llegaré tarde
a la cita? ¿habrá gente aquí o se han ido ya? ¿se entrega aquí
este papel o primero tengo que ir a otro lado? ¿se habrán olvidado
de mi? ¿estos carteles están actualizados o ya no es así y hay
que llamar para que te atiendan?... Cuestiones todas banales y de
dictamen fácil. Sin embargo, ya digo, soy incapaz de evitarlo: me
altera y el corazón se me pone a mil.
lunes, 4 de noviembre de 2013
#mamá, trending topic de andar por casa
“En mi casa soy trending topic”, me soltó un día mi hermana. Muerta me dejó. Lo primero que hay que saber es que nos llevamos doce años. Como todo el mundo sabe, decir la edad de una dama no es correcto, por eso no voy a desvelar sus años, ni de paso los míos. Lo que sí diré es que ambas hace años que pasamos la veintena y escucharle utilizar una expresión tan, ¿cómo diría?: ¿moderna, actual, chachi-fashion, twitteriana...? en fin, que no me lo esperaba. Y además, me hizo muchísima gracia que la aplicara de forma tan certera a su vida y, de paso, a la de millones de madres.
Yo también soy trending topic en mi humilde morada. Y casi seguro -no pongo el cien por cien de los casos que ya se sabe que siempre existe la excepción que confirma la regla- que mientras lees este post estás pensando que en tu casa ocurre lo mismo.
Ayer, mientras mis hijas me llamaban una y otra vez, al tiempo que yo corría como una loca por toda la casa para intentar llegar a todo, me acordé de la observación de mi hermana. Recordé la frase y que me lo dijo por teléfono, con todo el aplomo del mundo mientras se oía de fondo a sus hijos y a su marido en animado debate. Una ola de buen humor acudió a mi rescate al pensar en aquello de “mal de muchos, consuelo de tontos”.
No voy a negar que gusta ser el centro del Universo hogareño, pero, en ocasiones, puede llegar a resultar agobiante. Estoy segura que si se pudiera cuantificar el hashtag #mamá dentro de los hogares de todo el mundo sería, con diferencia, el trending topic más trending topic de todos, incluso por delante del #sexo.
Sé que hay que aceptar que ser trending topic casero es inherente a la condición de madre, aunque a veces cuesta, ¡vaya si cuesta!.
viernes, 1 de noviembre de 2013
¿Sufrimiento o alegría?
Yo personalmente prefiero alegría. Me explico. Desde que Halloween ha entrado en la lista de fiestas españolas todos los años escucho la misma cantinela. Da igual donde estés, siempre hay detractores. Defensores no tantos, la verdad, imagino que es por vergüenza de confesar en público que mola el sarao de los monstruos. Pero defender al más puro estilo del Caballero de Olmedo el honor del Día de Todos los Santos es altamente prestigioso.
¿Por qué no pueden convivir en paz y armonía las dos tradiciones? ¿Por qué hay ese miedo a sumar riqueza cultural? Halloween no es una invasor, es un amigo más.
Antes decía que prefiero la alegría al sufrimiento. Y es que prefiero reírme con los disfraces de los niños, o al mirarme en un espejo y verme junto con mis amigos convertidos en una banda de brujos y brujas que ir al cementerio a llorar y arreglar tumbas. Que nadie me mal interprete, mantener los cementerios en buen estado y tener sentimientos por la muerte de nuestros seres queridos es parte de nuestra vida. Sin embargo, considero que, precisamente porque es algo muy sentimental y triste, no encaja bien con la palabra "celebración". El 1 de noviembre en nuestra tradición española no se "celebra" nada. Se rinde respeto, se recuerda, se conmemora... pero ¿celebrar?.
¿Por qué entonces no podemos celebrar, y aquí sí es correcto el uso de esta palabra, Halloween? ¿Por qué no reírnos de la muerte mientras podamos? ¿Por qué no recordar que somos afortunados y estamos vivos? ¿Qué más da que sea una tradición americana? -dato que por cierto no es exacto, este folklore es de origen celta y quizás eso anime a pensar que es una práctica menos imperialista y más cool-.
Será que soy una insensible y una juerguista, pero me decanto sin atisbo de duda hacia la fiesta. Defiendo que cualquier excusa es buena para pasar un buen rato y echar unas risas con los amigos. Halloween cumple todos esos requisitos. Por lo tanto, le doy una calurosa bienvenida a nuestro catálogo de tradiciones a la calabaza, la bruja, el fantasma, drácula y toda la familia de engendros que toman ciudades y pueblos durante la noche del 31 de octubre.
¡Ah! y ¿no es verdad ángel de amor, que siempre nos quedará nuestro versionado "Don Juan Tenorio"?.
¿Por qué no pueden convivir en paz y armonía las dos tradiciones? ¿Por qué hay ese miedo a sumar riqueza cultural? Halloween no es una invasor, es un amigo más.
Antes decía que prefiero la alegría al sufrimiento. Y es que prefiero reírme con los disfraces de los niños, o al mirarme en un espejo y verme junto con mis amigos convertidos en una banda de brujos y brujas que ir al cementerio a llorar y arreglar tumbas. Que nadie me mal interprete, mantener los cementerios en buen estado y tener sentimientos por la muerte de nuestros seres queridos es parte de nuestra vida. Sin embargo, considero que, precisamente porque es algo muy sentimental y triste, no encaja bien con la palabra "celebración". El 1 de noviembre en nuestra tradición española no se "celebra" nada. Se rinde respeto, se recuerda, se conmemora... pero ¿celebrar?.
¿Por qué entonces no podemos celebrar, y aquí sí es correcto el uso de esta palabra, Halloween? ¿Por qué no reírnos de la muerte mientras podamos? ¿Por qué no recordar que somos afortunados y estamos vivos? ¿Qué más da que sea una tradición americana? -dato que por cierto no es exacto, este folklore es de origen celta y quizás eso anime a pensar que es una práctica menos imperialista y más cool-.
Será que soy una insensible y una juerguista, pero me decanto sin atisbo de duda hacia la fiesta. Defiendo que cualquier excusa es buena para pasar un buen rato y echar unas risas con los amigos. Halloween cumple todos esos requisitos. Por lo tanto, le doy una calurosa bienvenida a nuestro catálogo de tradiciones a la calabaza, la bruja, el fantasma, drácula y toda la familia de engendros que toman ciudades y pueblos durante la noche del 31 de octubre.
¡Ah! y ¿no es verdad ángel de amor, que siempre nos quedará nuestro versionado "Don Juan Tenorio"?.
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